Por Gringo Ramia
Primer tiempo
Dicen que a la historia la escriben siempre los que ganan. Creo
que en realidad es al revés: ganan los que escriben la historia, los dueños del
lápiz con punta. Julio César Villagra nunca imaginó que estaría escribiendo sin
papel, carbón puro, un par de botines, una camiseta, la memoria de miles de
personas. Él solamente jugaba al fútbol.
En este inventado país la lucha ha sido, y lo sigue siendo,
la imposición de la memoria; la selección, recorte, y repetición del pasado, en
todos los ámbitos. Así fue que leímos, y aprendimos como pudimos, en los 14 pizarrones
de nuestra escolaridad que San Martín cruzó los Andes en su Caballo Blanco, que
Sarmiento fue el primer maestro, que el Cabildo y los pastelitos para las
negras sin dientes, todo para recortar en la Billiken. Ahí están los héroes que
le van a dar sentido a esta gran Nación, en cada calle céntrica del país. Y
están las guerras, los grandes acontecimientos y los feriados. Y los
dinosaurios, las pirámides de Egipto, Roma, el descubrimiento de América, la
Revolución Industrial y el hombre en la luna. Eso es la historia, un montón de
frases, titulares del que rara vez se aprende el cuerpo de los hechos.
¿Y
nosotros? ¿Qué hacemos los que no somos héroes, los que no vamos a cruzar los
andes, los que no vamos a liberar a ningún pueblo? Vivimos, hablamos y cantamos
nuestra historia. Y otros, muy queridos, hacen jueguitos, patean una pelota y
nos hacen vivir, hablar y cantar otra historia a miles. No hay feriados para
los comunes, menos para los jugadores de fútbol. Algunos viven en la memoria
oral del pueblo y cada tanto es necesario escribirlo.
La Chacha
Julio César Villagra. Nombre de emperador. El guaso era tan
tímido que no hubiera podido jamás estar al frente del imperio romano. Le
decían la Chacha, jugaba generalmente por la banda derecha, dejaba a los
defensores rivales pidiendo el diario y enloquecía a la hinchada pirata. Atacar
pueblos indefensos es de cobardes. Encarar a un defensor en una cancha visitante
no es para cualquiera.
Llegó a Belgrano en 1982, más o menos en la época en que a
Galtieri se le ocurrió recuperar las Malvinas. Venía con su amigo Mario Luna,
que le insistió en que lo acompañara a probarse. Belgrano estaba en la lona.
Villagra, un negro de Villa Libertador, flaquito, ruludo y con cubana, como
eran los cordobeses de antes, se hartó de desbordar y tirar el centro,
desbordar y enganchar para adentro, picar sin que nadie lo alcance, frenar y
seguir. El Pucho Arraigada, que andaba probando jugadores no dudó en aceptarlo.
Una pequeña crónica periodística dice que el 18 de julio de 1982 la Chacha
debutó contra Alianza San Martín (una fusión entre Argentino Peñarol y Huracán)
en la cancha de Huracán de Barrio La France. Ganaba Alianza. Empató Belgrano.
Último minuto del partido, gol de Villagra. La tribuna delira. La historia,
agradecida.
Lo que no se dice
Aquí conviene pisar
la pelota. Sentir que todos pasan
un poquito de largo. Girar, observar el panorama, cambiar de frente. Como dije
anteriormente, la historia es un territorio de disputas y en el fútbol también
pasa lo mismo. Alguien escribió su historia y dijo esto sí, esto no.
Todo comenzó a finales del siglo XIX cuando a algún inglés
se le ocurrió bautizar con la palabra “foot-ball” a ese juego que consistía en
trasladar un objeto redondo con los pies y empujarlo hasta el lugar donde había
dos postes y un travesaño. La fecha coincide con la invención de casi todos los
deportes modernos. ¿Qué es lo que diferencia a un juego de un deporte? Me gusta
lo que dice Sasturain “el deporte nace de la suma del juego más la competencia.
Algunos nacen como juego puro, otros, como competencia pura. Desde caminar sin
pisar los límites de las baldosas a embocar papeles en el cesto o escribir con
pis sobre el patio de tierra. El juego libre es espontaneidad no sujeta a
reglas; y con las reglas –aunque sean mínimas- nace la competencia”.
Al principio no había muchas diferencias con el rugby ya que
ambos deportes consistían en trasladar un balón hasta un punto determinado. La
prohibición de utilizar las manos en el fútbol fue el quiebre definitivo entre
ambas disciplinas. Así, mientras se jugaba y practicaba, se iban definiendo los
lineamientos principales de este nuevo y apasionante deporte. Los ingleses
inventaron casi todas las reglas. Y las escribieron. Y así comienza parte de
esta historia.
Para esa época los ingleses dominaban el comercio mundial.
En cada barco cargado con mercadería con la cual someterían a los pueblos,
viajaba una pelota. Cayeron a Argentina. Jugaron entre ellos; se hablaba en
inglés en los partidos. “Los ingleses locos”, decían los paisanos. Pero los de
acá se enamoraron rápido. Y empezaron a jugar. Argentina era un cocoliche de
inmigrantes, de nacionalidades, de lenguas y costumbres. El fútbol, por la
economía de su práctica permitió igualar a todos, integrar a miles de tipos que
vivían en el país y no votaban, no decidían, no nada. Me animo a decir que el
fútbol fue de lo más democrático de la época.
Pibes de 14, 15 años armaban equipos. No conocían las reglas
pero lo jugaban. Los ingleses armaron una liga, jugaban entre ellos. Se
empezaron a fundar clubes de fútbol por todos lados, en todo el país. Los
trenes llevaban ese extraño y loco juego: patear una pelota desde la punta de
esta pampa hasta el horizonte aquel. Amateurismo
puro. Jugar por jugar. Después hubo gente, tribunas, estadios, masividad,
pueblo, plata y más plata. Entonces, el profesionalismo. Frenar. Cambiar de
frente, volver la pelota atrás.
En cada provincia del país se crearon ligas, Córdoba creó la
suya, Santiago del Estero, Tucumán, Mendoza. Buenos Aires también, le llamaron Primera
División y todos sus clubes estaban directamente afiliados a la AFA. El resto
del país no. Eventualmente, campeonatos Nacionales mediante y luego, con la
reestructuración de los años 80, los clubes del interior comenzaron a acceder a
la liga porteña, la A.
Belgrano, Talleres, Instituto y Racing fueron los clubes más
ganadores de la liga cordobesa. Hubo campeones,
goles, jugadores, árbitros, hinchas, festejos, amores y dolores, hubo
fútbol, hubo vida. Pero algo pasó y en un momento toda una historia dejó de
importar.
A mediados de los 80 Talleres, Instituto y Racing,
escritorio mediante, abandonaron la liga, se fueron a Primera y quedó Belgrano,
corriendo para cualquier lado, hecho mierda. Y en el peor momento en la
historia del club aparece Villagra, soldando estos pedazos de historia.
Tiempo recuperado
Villagra jugó entre 1982 y 1991. Vivió, lo que dicen los que
la vivieron, la “década romántica”. Fue, realmente, una etapa durísima pero
hasta el sufrimiento se extraña cuando ya no está. Las vivió todas: Liga
Cordobesa, Provincial, Regional, Nacional B y 45 minutos en Primera, ante
River. En “reconocimiento a su trayectoria”, los dirigentes le dieron el pase
libre. Se lo sacaron de encima, lo mataron, le quitaron la vida mucho antes.
¿Qué hace un jugador cuando ya no puede jugar? Villagra hizo hasta tercer grado
del primario, no sabía hacer ecuaciones, ni conocía de diptongos ni geografía, ni
de ciencias naturales ni nombres de capitales de Europa ni de historia.
Villagra jugaba al fútbol, hacía historia, pero todavía no lo sabía.
El 13 de septiembre de 1993, con 30 años de edad, la Chacha
fue a una plaza, se sentó en uno de los bancos y se pegó un tiro. Murió dos
días después. Se terminó su vida y empezó su historia. La idolatría creció. Los
que lo vieron jugar desde la tribuna, los que lo conocieron envuelto en su
timidez, los que pudieron sacarse una foto, todos comenzaron a tejer un
recuerdo, armar un relato. No hay casi imágenes de él: un par de centros, dos o
tres goles, un par de minutos de video para una década. Ni siquiera aparece en
Wikipedia. Villagra es una historia oral, como el fútbol todo, contada de
generación en generación. Las jugadas se agradan, los dolores se achican, la
memoria elige.
A los pocos meses, Chichí Ledesma, el mismo presidente que
lo había dejado libre, decide nombrar a la cancha de Belgrano Julio César
Villagra. No hubo ninguna documentación oficial, no hubo acta, no hubo cartel,
placa, nada. Todos siguieron diciéndole el Gigante, el periodismo, los hinchas.
Veintidos años después se hizo justicia: los propios hinchas pintaron un cartel
con la inscripción de su nombre, con la presencia de su leyenda, para nombrar a
las cosas por su nombre.
No pude ver jugar a la Chacha pero el fútbol permite
incluirte en el pasado, hablar de un nosotros. Soy un común, uno de los que
nunca gana e incapaz de gambetear, hacer
más de diez jueguitos, soy uno más. Escribir sobre él, recuperar las
emotividades, es hacer otra historia, desafiar los discursos gritones, dar
vuelta el partido y ejercitar la memoria.